Hoy se cumplen dos meses desde que tuvimos que practicarle a Kuro (mi perrín) lo que técnicamente se llama «eutanasia humanitaria».
Si estás leyendo esto y tienes mascotas, no te va a gustar. Si no las tienes, probablemente tampoco.
Llegó a mi vida de una forma un tanto accidentada, la verdad. Yo siempre había querido tener un perrete, pero las condiciones de mi alquiler y un poco la demencia en la que estaba sumida mi vida en aquellos tiempos, indicaban que no era el momento. Pero me enseñaron la foto de un cachorrín de 4 meses al que habían rescatado de un poblado chungo donde era maltratado sistemáticamente y donde le habían cortado la cola. Cómo le vas a decir que no a esa carita. A la mierda todo. Era algo así:
En la protectora donde lo adopté (@asociacion_anaa) le habían llamado simplemente «Bob». Pero como era todo negro menos la parte del pechín, que parecía que llevaba una capa, y yo estaba flipao con «Bleach», pues fue oficialmente rebautizado como «Kurosaki». Que viene a significar poco más o menos «capa negra».
Los primeros 6-8 meses fueron un auténtico infierno. Tuve que poner cámaras en casa para vigilarle desde el trabajo, porque era el mal hecho pelo y patas. Nunca se me olvidará aquél día en que tuve que pedirle por favor a @platonbjs que me acercara a casa en su moto desde el curro porque, en la cámara de la entrada, veía volar trozos de cosas desde dentro de la cocina (y tenía una valla puesta para que no pudiera entrar, pero era también escapista). Y efectivamente: se había comido como medio metro cuadrado de la puerta de la cocina y los botones de la lavadora (nunca llegaré a entenderlo, no sobresalían ni medio milímetro). Además, consiguió abrir un armario y se zampó un kilo de café molido y un bote de ajo picado. Cuando llegué a casa me le encontré tumbado sobre un montón de cosas a medio masticar, dándose cabezazos contra el suelo, con los ojos perdidos en el cosmos infinito y con medio metro de lengua fuera. Cuando llamé al veterinario y les conté, me dijeron que hiciera lo posible por que ni se levantara hasta que se le pasara el pedo de café y ajo, que le podía explotar el corazón si se ponía a correr.
Después de varios de esos incidentes, sentó la cabeza más o menos al cumplir un añito. Era MUY burro cuando se activaba para jugar, pero nos iba la marcha y yo era muchas veces peor que él. Por lo demás, nunca mordió un cable o una zapatilla, nunca jodió un sofá… una maravilla de perro. Un pozo sin fondo, eso sí. Podría haber sacrificado a medio universo por una croqueta.
Se nos va poniendo el morro blanco.
Su vida transcurrió sin muchas complicaciones. Siempre ha sido el rey de la casa, eso es así. Muchas mudanzas con las que nunca tuvo problemas (quitando aquél loft-dúplex mal insonorizado donde no dormimos ni una sola noche entera porque se alteraba por cualquier ruido), viajes a donde se podía ir con él (si no se podía, pasábamos de ir)…
Incluso se dio cuenta con la madurez de que servía como perro de salvamento marítimo. En serio: sin ningún tipo de entrenamiento, si te metías «pa lo jondo», iba a por ti y te devolvía a la orilla. Así que con ese renovado gusto por la playa, hicimos con él todos los viajes que pudimos. Aunque le encantaba morder las olas y tragarse el agua salada, que luego acababa en pota incesante y en diarreas a modo de sifón. Algún día os contaré la anécdota de la familia que estaba comiendo plácidamente helados en su coche.
En socialización y en juegos, cuando os digo que era muy burro, es que era MUY BURRO. Fue mi gran fracaso personal en su educación: no conseguir que pudiese convivir con otros perros. Bueno, corrijo: podía convivir con otros perros siempre que no hubiera posibilidad de que el otro perro llegase a acercarse menos de un kilómetro a lo que él podía considerar comida. Las pocas oportunidades que tuvimos de sociabilizar acababan de dos maneras: o pasando de otros perros, o montando una gresca del copón que no acababa en nada, pero que a mí me tenía acojonado. Cuando se cruzaba con algún perrillo por la calle, su gesto de «vamos a jugar» era ponerle una patorra encima. Y éste otra cosa no, pero patas… que parecía un AT-AT.
Aquí, de bien cachorro, echándole cojones a su primo mayor Zeus (al que también se echa de menos lo más grande):
Y aquí, pues en el clásico juego de masticarte el brazo flojito:
El perrisonte había cumplido 14 años en enero. Las visitas al veterinario habían sido más frecuentes estos últimos años, y siempre nos decían que (para la edad que tenía) un perrete mestizo de pastor alemán y mastín estaba increíblemente bien. Y es cierto que todos los análisis siempre salían niquelaos, todas las pruebas perfectas y el gasto de miles de euros en el veterinario era con resultado tranquilizador.
Cierto es que nos trajo de cabeza su maldito lupus mucodérmico, que le provocaba unas llagas brutales en los belfos y que los veterinarios no supieron diagnosticar en condiciones hasta que pasó mucho tiempo. Básicamente, por eso cambiamos de veterinario. El tratamiento era caro, pero efectivo. Pastillotes diarios a 5€ la pastilla mantuvieron a niveles mínimos esa dolencia autoinmune. Y las comprábamos de 100 en 100, calculad.
El ictus.
El 20 de mayo de 2022, día de mi cumple (gracias, universo), Kurito sufrio un ictus. No me bajo de la burra si os digo que estoy absolutamente convencido que se debió al ANSIA VIVA de ir recorriendo durante toda la celebracíon cada uno de los sitios de los invitados a ver si le daban algo de comer.
Lo hemos aprendido de mala manera, pero si vuestro perrete ladea la cabeza de forma rara, pierde el equilibrio y/o se le van los ojos todo el rato: corred al vete. Más que probable ictus. Cuanto antes se trate, más y mejores posibilidades de recuperación. pic.twitter.com/NOsM7nlv8M
— Javier Lobo (@JavierLobo) May 22, 2022
Aunque fui tremendamente negligente al no salir corriendo a cualquier veterinario de urgencias aquella misma noche, se recuperó espectacularmente bien en poco tiempo. No quedaron secuelas aparentes, pero a partir de ahí ya todo empezó a ir cuesta abajo. Gradualmente, vas viendo cómo tu perro (no quiero caer en clichazos de humanizarlo con parentescos familiares, pero los que me conozcáis, ya sabéis) se va apagando. Empieza a resbalarse en casa, a perder fuerza en los cuartos traseros, a caerse por las escaleras…
Y tú sigues diciendo «bueno, no está tan mal» porque lo único que te sale es negar la realidad. Pero van llegando más achaques y al final te encuentras que tienes que subir escaleras con un perro de 40 kilos en brazos, que tiene que llevar pañal, que no es capaz de mantenerse en pie ni siquiera con sus «patucos» de goma puestos… Pero bueno, «no está tan mal». Eso sin contar su pastillero. Anticoagulantes para el ictus, los pastillotes del lupus, otros para la tensión (que últimamente la tenía alta, y claro, con el ictus era más peligroso), etc. Una barbaridad de drogas (siempre supervisadas por el veterinario, que nos aseguraba que le hacían más bien que mal).
Perrezno sigue mejorando, y demasiado bien va para el globazo que debe tener entre el ictus y el cocktail de pastillotes que hay que darle dos veces al día. En el último paseo, solo ha tropezado un par de veces. Si me hubiera pasado a mí, ya me habría tirao a un pozo. pic.twitter.com/kYwTV8IVWT
— Javier Lobo (@JavierLobo) May 24, 2022
Las visitas al veterinario se intensifican. Sustos cada pocos días. Desvanecimientos por esfuerzos que antes no le suponían nada. Patas que se hinchan al doble de su tamaño habitual. Pérdida gradual del control de esfínteres, y aunque «no está tan mal», el veterinario acaba dándote la opción de que es posible que fuera…
«Hora de dejarle descansar».
Ya intuíais la posibilidad, pero os lo han puesto en la cara en forma de hostia gigante. Es el deber del veterinario, y os aseguro que siempre miró más por el bienestar del perro que por el beneficio económico. Aún así, seguís pensando «no está tan mal» y preguntáis por opciones. «Bueno, podemos probar a darle tal y tal a ver si mejora, y en una semana lo volvemos a ver». Porque aparte de veterinarios, son humanos, y saben que os acaban de partir el alma.
Y volvéis a casa. Y lloráis. Muchísimo. Y esperáis que mejore, pero empeora. Y empieza a subrir tembleques chungos y salís corriendo otra vez al veterinario con él en brazos sabiendo que cada visita es un pasito más al desenlace que tanto queréis evitar a toda costa.
Os preparáis, os intentáis autoconvencer de que es lo mejor para él. Que está sufriendo y que estáis siendo unos egoístas por mantenerle en esas condiciones.
Y concertáis una cita. La cita.
La eutanasia.
Por supuesto, la vida es PUTA y ese día el perrete se levanta con la energía de un cachorro de año y medio. O eso es lo que vuestro cerebro quiere ver, no lo sabéis seguro.
Le infláis a galletas porque why the fuck not, y salís a dar un último largo paseo andando que acaba en el veterinario del que no va a salir. Os hacéis un montón de fotos con él, sabiendo que serán las últimas. «Llegará cansado y con ganas de echarse a dormir», queréis pensar. Pero qué va.
Llegáis al veterinario y se han encargado de despejar agenda para que no haya muchas molestias. Reservan una consulta para el ritual donde solo estamos el niño (al final acabé humanizándolo, sorriez), los padres y la veterinaria a la que le ha tocado el marrón y que solo un par de meses atrás estaba sacándole putos gusanos de los ojos (no busques «thelazia» en Google). Una manta en el suelo señala el lugar donde va a ocurrir. Una bandeja con una cantidad exagerada de jeringuillas preparadas y cargadas con líquidos de varios colores que no quieres mirar, pero que no puedes dejar de mirar. Milimétricamente colcadas en fila, unas al lado de otras.
Nos explican el proceso, que consiste en ponerle una vía, hacer pasar suero (líquido 1 en jeringas) por la vía para ver que todo fluye correctamente, anestesiarle (líquido 2 en las jeringas) y «dormirle» (líquido 3 en las jeringas). A la pregunta «¿Estáis listos?» la respuesta es «No», pero claro… no vamos a estar ahí todo el día pensándolo. Para después, te explican que se incinerará al perrete, y que puedes quedarte con las cenizas. Si te las quedas, la incineración es individual. Si no, es colectiva. Desconozco si legalmente puedes llevártelo para enterrarlo en algún sitio que tengas disponible, la verdad, ahora que lo pienso.
El proceso se desarrolla con sumo cuidado. Todo el mundo está soltando lagrimones como puños, y tu perro os mira con cara de «pero ¿qué os pasa, troncos?». Le acariciáis TODO EL RATO, no queréis que deje de sentir contacto. Y aunque no sé exactamente cuánto duró todo -diría que un par de horas-, a todos se nos hizo eterno.
La veterinaria va continuando con el proceso, y va explicando qué hace la siguiente jeringa. Se agradece, pero a estas alturas ya no escuchas nada. De repente, una expiración fuerte del perrín y un «ya está, chicos» de la veterinaria. Y os hundís.
«¿Queréis estar a solas un rato con él?»
«Sí, por favor.»
Y os termináis de romper.
Después de no sé cuánto rato (MUCHO rato), os disponéis a dejar a vuestro perro ahí, «dormido» encima de la manta que le han puesto. Le dais un último abrazo, pero os volvéis a romper mil veces. Cuando os recomponéis mínimamente, salís, recibís las condolencias y los abrazos de todo el personal de la clínica y os sentáis en el primer banco que encontráis en la calle para seguir llorando.
Y ahora, ¿qué?
No os voy a engañar. La casa se nos cae encima. Se echa muchísimo de menos y no te das cuenta de cuánto está metido en tu rutina diaria darle el cacho de pan que te sobra (aún me sorprendo muchas veces haciendo el gesto de dárselo, el cerebro va a su rollo), tirarte al suelo para jugar con él…
Y quedan procesos dolorosos aún (escribir esto está siendo otro, que para qué coño me habré metido).
Como era un perro muy bien equipado, donamos todas sus camas, comederos, cepillos, arneses, correas, champús y accesorios a una protectora. Y entienden vuestro dolor, pero ponen un poco sus necesidades por delante. «Cuando estéis listos para otro perro, ya sabéis». No es el momento, señora. Suélteme el brazo. Y las pastillas que han sobrado, se las lleváis al veterinario para que las aprovechen con otros bichos. Y entráis ahí otra vez, y revivís cosas que no queréis revivir.
Luego hay que dar de baja el seguro de responsabilidad civil. Supongo que dependerá de la compañía, pero la mía exigió un certificado de defunción firmado y sellado por la clínica veterinaria. No les valió el documento que llegó casi de inmediato con la baja del chip del sistema, no. Te hacen pasar otro poquito de mal rato.
Luego, claro… tienes a Google y a iOS recordándote cada-puto-día momentos del pasado con él, tienes fotos suyas por toda la casa (y pocas te parecen), es un no parar.
Fue por su bien y todo lo que queráis, pero a nivel personal… la sensación que se me queda es: «He matado a mi perro». Y a día de hoy, dos meses desde, no he conseguido quitármela de encima.
Gracias por leer, y gracias sobre todo si has formado de alguna manera parte de la buena vida de Kuro. Ahora voy a ver qué hago para deshacerme este nudo del estómago otra vez.